Lula, la caída del presidente obrero
“Quiero que me devuelvan mi inocencia”, reclamaba hace apenas unos días Luiz Inácio Lula da Silva, el presidente más carismático de Brasil (2003-2010), a quien la noche del miércoles la Corte Suprema dejó a las puertas de la cárcel en una decisión sin precedentes en la historia del país.
Lula, el pragmático líder del Partido de los Trabajadores (PT) y favorito en las encuestas para las elecciones presidenciales de octubre, puede entrar en prisión en los próximos días por corrupción y lavado de dinero.
La Justicia le acusa de recibir beneficios que se habrían materializado en un apartamento en la playa a cambio de favorecer a una constructora con contratos públicos durante su gestión.
“No estoy por encima de la Ley. Quiero ser tratado como cualquier ciudadano. Quiero que paren de mentir, si encuentran una prueba, me callo”, dijo el lunes ante miles de militantes en Río de Janeiro.
El caso del apartamento es uno de los siete procesos por corrupción que enfrenta el expresidente, quien presumía de mantener “la tranquilidad de los justos, de los inocentes”, mientras la Justicia le acorralaba.
La corrupción, llegó a decir durante su mandato, “está en todos los sectores de la sociedad”, incluidos “la política y el poder judicial”, pero se declaraba entonces (2007) inmune a ella.
Pese a sus comentarios, la sombra del delito le persiguió durante su mandato -con sonados escándalos como el “mensalao” por el pago de sobornos a cambio de apoyos parlamentarios- y empañó sus últimos años.
Sus dotes de animal político y su capacidad negociadora le ayudaron a esquivar las acusaciones, que siempre atribuyó a la revancha de la derecha por sus políticas sociales.
Un mensaje que ha repetido hasta el hartazgo en las caravanas que ha encabezado por todo el país para promover su candidatura en los últimos meses, aún a sabiendas de que la ley “ficha limpia”, que él mismo aprobó, le impide aspirar a la Presidencia con una condena en segunda instancia precisamente por el caso del apartamento que le puede llevar a la cárcel.
Luchador impenitente, Lula, “el hijo de Brasil”, como fue bautizado en una película biográfica, ganó muchas batallas en su vida -incluida la de la marginación en un país con una profunda brecha social y la guerra contra el cáncer de laringe que libró tras dejar el poder-, pero esta vez perdió el pulso.
Nacido en 1945 en Pernambuco, en el empobrecido noreste brasileño, emigró con su madre y sus siete hermanos a Sao Paulo en busca de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres y a quien Lula conoció cuando tenía 5 años.
Aprendió a sobrevivir en la calle, como vendedor y limpiabotas, y a los 15 años se hizo tornero y se acercó al movimiento obrero.
Llegó a presidir el poderoso sindicato metalúrgico y saltó a la política a finales de los 80, en los estertores de la dictadura, desgarrado por la muerte de su primera esposa, María Lourdes, por falta de atención médica durante su embarazo.
Se unió a políticos de izquierda para fundar el PT y estrenó una carrera meteórica antes de soñar con la Presidencia.
Se hizo con el bastón presidencial en 2002, en su cuarto intento (1990, 1994, 1998). Para entonces, poco quedaba del barbudo sindicalista que arengaba a las masas. Más conciliador y moderado, el “Lulinha” presidente se dejaba vestir por modistos internacionales y se mostraba con personajes de vanguardia.
En ocho años de gestión, sacó de la pobreza a 28 millones de personas y lideró una “revolución” pacífica que situó a Brasil entre los protagonistas de la agenda mundial.
Pero el romance comenzó a truncarse en 2005, con los primeros escándalos de corrupción del Partido de los Trabajadores.
“Nadie tiene más autoridad moral y ética que yo para transformar la lucha contra la corrupción en bandera, en práctica cotidiana”, afirmó en 2005, tras el “mensalao”.
Busco alianzas para la reelección y, con una popularidad del 87 % al final de su gestión, eligió a Dilma Rousseff para continuar el proyecto.
Su plan, sin embargo, se vino abajo por una “tormenta perfecta” que combinó una profunda crisis económica con la escasa popularidad de Rousseff y un pacto de sus antiguos aliados para terminar con la “era PT”, en agosto de 2016.
El zarpazo aceleró la caída de Lula, cercado por la Justicia en un pacto “casi diabólico” -en palabras del expresidente- para evitar su vuelta al poder.
Tengo una historia pública conocida. Solo me gana en Brasil Jesucristo”, llegó a decir en su defensa, mientras un fiscal se atrevía a calificarle como “el comandante” de la mayor trama de corrupción del país.
Hoy, a sus 72 años, debilitado tras la muerte de su segunda esposa, Marisa Leticia, Lula tiene poco que ver con “el líder más influyente del mundo” que ocupaba portadas de “Time”.
El hombre más amado -y odiado- de Brasil, el tornero que inspiró a millones con la ilusión de una vida mejor, se despedía esta semana de sus simpatizantes: “No van a encarcelar mis pensamientos, no van a encarcelar mis sueños. Si no me dejan andar, voy a andar con las piernas de ustedes. Si no me dejan hablar, hablaré por su boca”.
Mar Marín/ EFE
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